Llegeix un fragment de ‘El último día de la vida anterior’, de Andrés Barba

La novel·la, escrita per Andrés Barba, i guanyadora del Premi Finestres de Narrativa en castellà 2023, conforma un joc narratiu innovador al voltant de dos personatges que es troben totalment sols en una història de fantasmes.


1

 

Sucede así: ve al niño el primer día de venta de la casa, mientras limpia la cocina entre las visitas de dos clientes. Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero. A primera vista le produce el leve rechazo que siempre le ha producido la gente rica; ese aire teatral, de figurín, aunque suavizado por la infancia. Las manos reposan, sobre las rodillas y lleva unos botines negros, sin calcetines, el flequillo le cae sobre la frente con una pulcritud distante. Parece un ladrón, un ladrón pequeño cuyo ideal secreto fuera ser admitido, pero no hace ningún intento por parecer simpático, ni por disculparse. Tras la primera sorpresa, sin poder determinar qué tiene de extraño, se concentra en su mirada. El niño parece tan familiarizado con el espacio que resulta absurdo preguntarle de dónde ha salido, es una emanación natural de las paredes, de ese aire repleto de polvo dorado en suspensión. Ni siquiera se mueve, como si esperara la merienda desde un tiempo remoto. Por su parte, ella no siente ningún miedo, solo un leve estremecimiento. Un abejorro de verano golpea el cristal desde el interior y durante unos segundos eso es lo único que ocurre: la insistencia del abejorro, la cocina vacía de una casa vacía, la sorpresa de una agente inmobiliaria de treinta y seis años ante un niño de siete que la observa. Un niño, lo descubre ahora, que no ha pestañeado una sola vez.

 

Piensa que es una señal de que esta casa no se venderá nunca. Es como ese niño: demasiado refinada y poco práctica, una casa para ese tipo de ricos de mediados del siglo xx que privilegiaban la arquitectura racionalista sobre la comodidad y la ostentación. Hoy nadie estaría dispuesto a pagar tanto dinero por una casa que ni es cómoda ni muestra abiertamente el dinero que vale. Se lo dijo a su jefe de la inmobiliaria la primera vez que se la enseñó, que la casa era un hueso, que se iban a pasar meses enseñándola a estudiantes de arquitectura y al final la iban a dar por imposible. Ahora, tras una semana arreglando las dos plantas, el garaje y el jardín, estudiándose el dosier del arquitecto y dando instrucciones a los pintores para que la dejen impecable, esto. Casi está a punto de echarse a reír, pero hay algo en la mirada del niño que se lo impide. No es solo el anacronismo de su ropa; el hecho de que no pestañee le da a su mirada una condición neutralizante, como si todo lo que captaran esos ojos quedara inmediatamente impregnado de algo desnudo, reducido a un esquema elemental. Y sin embargo no es siniestro, aunque podría serlo, como un muñeco demasiado realista no es siniestro cuando se lo confunde con lo que parece pero sí cuando se descubre lo que es. Su misma presencia, a pesar de ser sólida, tiene algo inestable. También sus sentimientos hacia él son inestables. Es la primera vez que le ocurre algo así y, paradójicamente, no le produce la inquietud que había imaginado. Durante años, en otras casas, la sensación de ser observada a veces la ha llevado a caminar con el corazón en la boca hacia la salida, ahora este niño la mira sin pestañear y ella no siente ningún temor, solo un vago rechazo por sus privilegios.

 

–¿Qué quieres? –le dice. Y como el niño no contesta, vuelve a preguntarle, casi de mal humor–: ¿Qué quieres?

 

Entonces él hace ademán de levantarse y ella da un paso atrás. Todavía tiene en las manos los guantes de goma con los que ha repasado la cocina y eso le da un aspecto entre oficinista y empleada del hogar que hace sonreír al niño, o eso le parece a ella.

 

–Escucha –continúa un poco absurdamente, como si hablara a un perro–, no puedes estar aquí, ¿entiendes? Van a venir unas personas.

 

Piensa que tal vez, aunque lo está viendo, la distancia entre los dos es infinita, y eso le produce cierto alivio. Hay tantas formas de no responsabilizarse que esa no parece la peor de todas. Y sin embargo el niño sí reacciona. Se incorpora y alza la mano para despedirse.Ella hace lo mismo. Y en ese último instante, en el breve intervalo en que se da la vuelta y sale hacia el pasillo y ya no lo ve más, a ella le parece que en ese cuerpo diminuto hay una angustia animal, una angustia casi insoportable.

 

 


 

 

Nunca le ha gustado indagar, husmear, pedir explicaciones. Le gusta su trabajo en la inmobiliaria y poco más. Es una especie de don, igual que otras personas tienen el de hacer un deporte o una destreza musical. Desde muy joven, percibe las casas como en un reflejo automatizado, sabe cómo son al instante, con solo poner un pie en ellas. Donde para la mayoría de la gente no hay más que cemento o ladrillo, para ella hay cuerpos, caracteres, una carne íntima y moldeable. Y sin embargo, a diferencia de las casas, las personas que viven en ellas le parecen casi siempre irreales, sus sentimientos y rostros, inaccesibles. Tal vez, ha llegado a pensar, las casas son solo un pretexto, un puente para tocar aquello que no puede tocar en las personas. No sabe. Solo sabe que le gustan, que se le da bien arreglarlas, venderlas, alquilarlas, que se siente como un puente entre seres que no se conocen y se buscan. En ese espacio, mejor o peor, ha encontrado su lugar en el mundo. No se pregunta más. Al fin y al cabo, no ser emotiva es lo que favorece que ellos lo sean. Tampoco sufre demasiado por lo que no puede tener. Bajo esa fachada, se ha resignado a una insensibilidad más o menos congénita. Medio en serio, medio en broma, se dice que su propio carácter es un poco como esas mentiras lavadas de los anuncios por palabras: «impecable», «luminosísimo», «recién reformado», esas expresiones ante las que solo vale la credulidad o el cinismo y que, de hecho, se confirman como ciertas o falsas, más que por la luminosidad real o la reforma más o menos patente, por el deseo de que haya luz, de que esté todo por estrenar. En última instancia, afirma a veces, todo es cuestión de deseo. Quien busca una casa solo ve lo que quiere ver.

 

Quizá por eso le descoloca tanto el episodio del niño. ¿Qué se supone que debe hacer con esa energía irresuelta? Durante años el miedo de que sucediera algo así ha funcionado en ella como un reclutamiento del deseo, ahora la realidad es casi un agravio.

 

Ha estado tentada de contárselo a su jefe cuando pasó por la inmobiliaria para dejar las llaves del día, y también ahora, al llegar a casa, siente el deseo de contárselo al hombre con el que vive, pero no lo hace. Repetirse mentalmente que ha visto a un niño que no pestañeaba en una casa vacía tiene el aire de la corroboración, pero también la insistencia en lo que no se ha producido. El niño no ha vuelto a aparecer después, aunque ella lo ha esperado durante las casi tres horas que ha pasado allí. Tal vez por eso, cuando el hombre con el que vive le pregunta cómo le ha ido el día, ella opta finalmente por decir que normal, y le habla luego de la casa, una casa para ese tipo de ricos de mediados del siglo xx que privilegiaban la arquitectura sobre la comodidad y la ostentación, y que hoy nadie estaría dispuesto a pagar tanto dinero por una casa que ni es cómoda ni muestra abiertamente el dinero que vale. A continuación, y a pesar de que niega en parte lo que acaba de afirmar, asegura que hoy mismo la han visitado dos parejas y que, aunque una la ha descartado casi al instante, la otra no es del todo improbable que la compre.

 

Ha visto la dinámica tantas veces que casi le hace sonreír: una o uno es fuerte, el otro o la otra, más débil, uno insiste, el otro resiste. Al final alguien gana, casi nunca el previsible, casi siempre el más lógico. El hombre con el que vive le pregunta cómo es la disposición y ella contesta que tiene casi trescientos metros cuadrados en dos alturas, cuatro habitaciones, tres baños, un comedor y una biblioteca, y hasta un jardín trasero con una pequeña piscina. Eso sí, la planta es tan enrevesada que se necesita espacio se esté donde se esté. Por no hablar de la luz, que por algún motivo parece inexistente a pesar de la cantidad de cristaleras.

 

Lo piensa ahora por primera vez. Siempre le pasa lo mismo; tiene la sensación de que comprende las cosas cuando las explica. Entiende ahora que esa casa se hace amable al recorrerla, pero no al detenerse. Y luego, cuando acaba de decirlo, piensa de nuevo en el niño, en esos ojos de pestañas inmóviles, en cómo salió de la cocina y se dio la vuelta hacia el pasillo, exactamente como lo haría alguien que se dispone a hacer un recorrido habitual, repetido infinitas veces, sin descanso.

 

–Entiendo –dice el hombre con el que vive.

 

Ella asiente, mirándolo, y piensa que en realidad tampoco había nada que entender, pero él sonríe y ella sonríe de vuelta.

 

No le quiere, pero así es como le quiere. El hombre con el que vive es grande, tal vez demasiado. Ella se sintió atraída por él cuando lo conoció hace dos años, el día que le enseñó esta casa en la que han acabado viviendo juntos. Le agradó su cuerpo, y también que su corazón estuviese exhausto de otro compromiso, su mezcla entre funcionario de la educación y su espíritu sentimental. Cuando empezaron a salir, casi lo único que sabía de él era que trabajaba como profesor de Biología en la Facultad, que había escrito un libro sobre el imprevisible tema de los hongos. Después de mostrarle la casa, el hombre la invitó a tomar algo y ella sintió que acabarían viviendo juntos. Él habló de hongos con nombres imposibles de retener, Crepidotus, Mycena interrupta, Marasmius, y le enseñó en el móvil fotografías de unas criaturas de otro mundo, bellas y siniestras como accidentes dérmicos, ella pensó que en su interior todo se movía con lentitud.

 

Al principio quererle fue casi un reflejo. Por primera vez en su vida se decidió a hacer lo que se suponía que debía hacer, solo para comprobar si a continuación sentía lo que se suponía que debía sentir. Daba por descontado que le dejaría más tarde o más temprano, y que él sufriría, y tal vez también ella, pero de una manera indulgente. Le gustaba su erudición y el dolor de su matrimonio previo, que había dejado en él una dureza herida. Le intrigaba saber hasta qué punto ella podía penetrar ese hueso. Y algo más: ella nunca había convivido con nadie. Él parecía la persona ideal para fracasar en ese intento.

 

Luego, contra todo pronóstico, la convivencia fue suave, punteada por momentos de holgazanería. El hombre con el que vive, al igual que los hongos que estudia, ha ido desplegando lentamente sus esporas, que han resultado ser delicadas, y ella se ha acomodado.

 

Cuando se mete en la cama, siente cómo el peso hunde el somier y el hombre apaga la luz. En la oscuridad, lo recuerda mejor: el niño. El uniforme no parece exactamente marrón, sino beige, el pelo no exactamente negro, sino castaño. Parece un poco relleno, pero con un sobrepeso cordial y desacomplejado. Bajo el flequillo los ojos resultan más pequeños de lo habitual, demasiado sensibles a la luz. No hay en él ningún signo de timidez, más bien una especie de curiosidad. Y también algo desplazado en cómo la mira o, más bien, en la forma en que su mirada recorre su cuerpo sin pestañear, cristalizada, recopilando por partes todos sus rasgos.

 

–Hoy he visto a un niño en la casa –susurra. El hombre con el que vive no se mueve en la oscuridad.

 

–¿Y? –pregunta, tras unos segundos.

 

–Nada.

 

–¿Has visto a un niño en la casa y nada?

 

–Sí –responde ella.

 

Y cuando el hombre se da la vuelta, ella ve dos pozos acuosos con un leve resplandor desconcertado. Un segundo después se ríe a carcajadas. Y ella se ríe también. De alivio. De que él esté allí. Pero sobre todo: de no haber hablado todavía.

 


 

© Andrés Barba, 2023
Casanovas & Lynch Agencia Literaria, S. L.
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2023

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